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miércoles, 24 de abril de 2019

LA DIETA DEL TRAPENSE


Cuando estuve suspendido de empleo merced a un ukase de la corrupta doña Espe, iba y venía a Arévalo. Las murallas del castillo donde pasó su infancia la Reina Católica le brindaron protección al pobre Villeguillo judío de raza y español de nación. Visitaba la trapa arevalense que se alza sobre un mogote a la vera del río Adaja. Quise hacerme trapense pero el padre maestro o starez me dio a entender que mi monaquismo es muy diferente al usual. Había cola para ingresar en el noviciado. Lo que más me gustaba amén del canto gregoriano era la dieta que seguían aquellos benditos frailes. Algunos eran centenarios. No probaban la carne en todo el año. He aquí la refacción diaria de un trapense: dos onzas diarias de pan, una ración de sopa a media mañana, verdura al mediodía y un plato grande de col a la cena todo sin sal. Sin vino. Los trapenses son monjes blancos cistercienses. Su regla fue reformada por Runcé en el siglo XVIII. Aparte de la estricta observancia del fundador san Bernardo los cistercienses vivían en comunidad, dormían en dormitorios corridos, rezaban en la misma iglesia, y se entendían por señas. Así y todo, siempre surgían problemas. El aislamiento trapense  a diferencia de los del Cister es total y a la manera cartujana. Los monjes permanecen incomunicados y sin hablar todo el año poniendo en práctica el consejo de san Pacomio para alcanzar la beatitud; “guarda tu lengua”