RATIÑOS LA NIÑA DE LOS EMBUSTES
A los del Bierzo otrora ratiños se les llamaba pasado Astorga eran coritos y más allá gallegos a secas de Ponferrada o por mejor decir de Cangas de Morrazo era Catalina Cascabelos y lo mismo que la lozana andaluza que era de la peña de Martos las putas también van por la vida con denominación de origen.
Castillo Solorzano en esta obrita "La niña de los embustes Teresa de Manzanares" dechado de los primores y amarguras de la novela picaresca vierte su sabiduría y su buen humor al abordar un tema tan viejo y escabroso como el mundo: el amor a pago.
A Catalina Cascabelos, su madre, “Catuxia” para los amigos, la hizo un chico un arriero segoviano que pasaba por allí. Ella dijo que el “chichón” era debido a un atracón de castañas en un magosto de aldea pero la barriga fue creciendo, naturaleza siguió su curso y a eso de los nueve meses malparió.
Sus progenitores para lavar la culpa mandaron a la muchacha a servir a Madrid y este es el comienzo de la aventura. La cabra tira al monte y al cabo de algún tiempo la moza leonesa rubia y garrida se convirtió en una de las cortesanas más famosas y generosas del Madrid de Felipe IV.
Confeccionaba pelucas al portador.
Castillo Solorzano data su libro en 1632. Es la historia del ascenso y caída al hilo de una historia de amor/desamor.
Entremedias infinidad de enredos y follones, duelos y espadachines que se baten a muerte por las calles del viejo Madrid, narrados tales lances con mucho donaire y el desenfado propio del género picaresco cuyos protagonistas antagonistas y heterognistas pusieron siempre al mal tiempo buena cara. Trata de blancas. Los negocios de la carne. Esa es la fija. Todas terminaban en el Hospital de la Sabana Blanca donde unos frailes curaban el mal francés a las arrecogidas.
Dijo Cristo que habló muy poco de sexualidad y de escribir no escribió prácticamente nada (sólo con un dedo en la arena) lo siguiente: “Preciso es que venga el escándalo pero ay de aquel por quien viniere el escándalo. Mejor que lo atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar”.
Roma la ciudad de los papas era el principal punto de destino de estas pobres mujeres que llevaban, engañadas, a ejercer prostitución. Enseguida, Estambul.
Los turcos tan libidinosos practicantes de la ley de Mahoma acrecían su demografía violando a todas las muchachas de los territorios que conquistaban en el Este europeo llevándolas luego a sus serrallos, lo mismo hacían con los efebos porque un turco hace siempre a pelo y a pluma.
A Paris venían desde Escandinavia, Alemania y Polonia a servir al monarca cristianísimo y en Madrid llegaban de toda Europa y del Nuevo Mundo a retozar en la corte de Su Católica Majestad. A Londres no hacía falta proceder a esta clase de importación, salvo alguna que otra irlandesa descarriada, porque Inglaterra siempre estuvo bien surtida de daifas, trotonas y tusonas de cualquier índole.
Catuxia era una gallega aseada y limpia a la que Tadeo, el peraile del Azoguejo (de Segovia ni la burra ni la novia) que así se llamaba el rufián que la sedujo y enamoró cantándole coplas a la oreja con la música de una bandurria o discantillo para dejarla luego tirada por los caminos. ¡Ah Maruxiña, Maruxiña… eu quería me casare…
En el Madrid de los Austrias las mozas de partido eran galaicas, para amas de cría las asturianas, las fregatrices de Burgos, y las aguadoras de Toledo aunque en Castilla antes se dijo que para putas Toro. Ellas no tenían que pasar el puerto de Rabanal para marchar a la Corte. Ni besar la cruz do ferro que se alza en lo alto y donde rezan una oración los gallegos que parten a tierras ajenas.
Era la niña incauta y bozal en caminos pero pronto aprenderá.
El Tadeo buen punto filipino que acompañaba como mozo de mulas al deán de Compostela desapareció pero la providencia no desdeña a la pobre Catuxia, “sedutta e abandonata” que camina con paso firme sin admitir requiebros ni martelos hasta la ribera del Manzanares y alcanza por fin a lomos de un mulo romo que le prestó un tratante de las Rozas la puente Castellana, ingresa en aquel Madrid que denomina el autor “gomia” de sabandijas y se pone a servir en el Mesón de la Hermosas sito en la Cava de san Francisco (hoy Cava Baja).
Aldonza una compañera la inicia en el arte de la prostitución pero este no es el final de la historia sino el principio: galas, abalarios, van a vestirla en los bodegones de tela que había en la calle Toledo; la calzan de chapines, ponen en sus dedos sortijas y hala todas a hacer hacer la carrera al Prado o a la ribera del Manzanares.
Nada les gustaba tanto a las aldeanas recién llegadas a la corte como disfrazarse de señoras. Les salen no pocos pretendientes que el autor denomina "pretensores"
A Catalina le gusta un buhonero francés que vendía hilos y baratijas. Casa con él y de la unión nacerá la Niña de los Embustes. Pronto enviuda porque su marido muere a causa de una borrachera. Crónicas de la vida airada.
Esta es una de las novelas picarescas más realistas donde se hace una relación circunstanciada de la topografía urbana y la demografía del Madrid durante el reinado del cuarto Felipe, mecenas de las artes y muy putañero que era el buen rey y también devoto porque en la España de aquel tiempo religión y sexo andaban puerta por medio, y lupanares y conventos eran vecinos pero en el ambiente según reflejan los tramos de este libro no podía ser más distendido aún en medio de un mundo cruel.
A centones y tolondrones nos pone al hilo de las tretas y estratagemas en que habían de emplearse las muchachas de provincias para sobrevivir en aquella villa y corte trufada de matones buscavidas, beatas, maridos cornudos, letrados picapleitos, clérigos de mala fama, azacanes, taberneros, hidalgos pobretones. Tenían que emplearse a fondo en subterfugios infinitos. Así que la gallega del Bierzo la ratiña pronto deja de ser bozal en caminos y se vuelve una experta en el oficio de solicitud.
Maldice a su violador con un conjuro en gallego " doucho demo al home" (Solorzano debía de ser la terriña) y haciendo de tripas corazón se embarca en múltiples embustes o tretas para salir adelante en aquel Madrid que era gomia de sabandijas. allí hay que oler bien segun decía Paco Umbral y para bien parecer cuidar el atuendo porque a la persona, segun se la ve, asi se la trata.
Catuxia se pone de punta en blanco: manteo azul con su poca de guarnición pajiza, basquiña y jubón de estameña, mantellina de bayeta de Segovia, camisas valonas y cofia y chapines de plata adquiridos en la almoneda de la plaza de la Cebada.
Apacible era la gallega y graciosa en su lengua, pronto aprendió a bailar la capona y acudir a las meriendas veraniegas que tenían lugar en las riberas del cristalino Manzanares. Se va a casar con su francesillo, un buhonero gascón de buen porte y bien vestido —ropilla de veintidoseno de Segovia, capa terciada— que rondaba la calle de la gallarda gallega un tal Pierre y se van a vivir a la calla Majadericos donde nace Teresa, la niña de los embustes, depósito de chanzas y diluvio de los chistes que va a ser.
A los diez años queda huérfana, pelos postizos, un amante que se llama Tristán que se va a vivir a una casa a la malicia en la Red de san Luis por no pagar impuestos, se casa con un septuagenario que la mata de hambres y de celos pero burla al marido con el estudiante y aprendiz de cómico Sarabia. Y esa es a grandes rasgos la periegis de esta pícara historia