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lunes, 5 de septiembre de 2016


TRILLOS CANTALEJENOS EN TERUEL

 

Cuando a mi pobre padre le dolían las rodillas porque iba a cambiar el tiempo se las atentaba y decía: "Hijo, hijo, Teruel". Se le congelaron las piernas en la batalla del Seminario y mi pobre suegro Gabriel Tuya que también estuvo en aquella movida cuando los termómetros bajaron a veinte bajo cero en aquel frígido invierno del 37 murió a consecuencia de un enfisema o si se quiere cáncer de pulmón porque le marcaron para siempre las pulmonías.

He visitado por primera vez aquel lugar y me emocionado ante el impresionante edificio que domina el paisaje de esta bella ciudad altiva recordando a mis seres queridos. Ellos pertenecían a los "unos" pero también lloré por los "otros".

No quiero entrar en detalles (los cronistas de nuestra guerra civil ya contaron al detalle lo que ocurrió pues sería mi deseo que nunca los españoles se mataran, debieranselo contar a las nuevas generaciones de una forma cabal y circunstanciada sin apasionamientos ni revanchas)

Hubo heroísmo por ambas partes. Porque allí los cojones de rojos y azules no faltaban. Al alférez Recellado, mi padre me contaba, una tarde le entraron ganas de fumar y en una de las angostas calles de Teruel había un estanco con las puertas desencajadas pero las cajetillas del mostrador estaban intactas. Se apostó con un falangista que cruzaría la calle para abastecer de cigarrillos a sus soldados, saltó el parapeto al grito del último maricón pero el sector no tenía desenfilada. Le arrearon cuando llenaba la petaca. No consiguió fumarse el mixto con el que suspiraba.

La vida en aquel infernal un mixto no valía un mixto. "Hijo, hijo Teruel". Pero Teruel es una de las más bellas provincias de España. La he recorrido de arriba abajo en sus castillos góticos, en sus iglesias que un día fueron alminares y que el rey asturiano Alfonso II el Casto convirtió en campanarios. Buena y hermosa gente de hondas raíces cristianas con cierta ascendencia islámica mitad mudéjar mitad muladí con un entronque muzárabe que desapareció tras la conquista del rey Asturiano Alfonso II el Casto al que recordarán siempre los turolenses con su monumento-fuente en la Plaza del Torico.

Me fui a los baños de Manzanera aguas arriba del río Torrijas, que horada impresionantes hoces coronadas de almendros, pinos, sabinas, manzanos y nogales que allí llaman nogueras y en un pueblo abandonado de aquella ribera que llaman el Paraíso Bajo en unas eras derrelictas encontré un trillo  de Cantalejo con el garfio de amarre, sus pedernales y aquel silex casi prehistórico que trituraba la espiga.

Me guardé uno de los pedernales en bolsillo como recuerdo. Ya se acabaron las parvas y murieron las canciones de trilla. Un mundo que se fue.

El antiguo apero, al que solo le quedaba una tabla, guardaba el perfil en la trasera y alabeado avante (no era fácil fabricar un trillo en condiciones, se requería la pericia de un buen ebanista) según la técnica de los carpinteros de Cantalejo, aquellos audaces trajinantes de cerca de mi pueblo que suministraban  a los labradores de toda la península de instrumentos para las faenas agrícolas (bieldos, alcotanas, azuelas, garios, besanas) y también me emocioné porque me acordé de Rufino Vírseda, el padre de mi amigo Tomás, y me lo imaginé de recua por aquellos riscos con una reata de mulas, de carros y de trillos transportados a cuestas de los machos con tracción de sangre, para abastecer esta zona cercana al Maestrazgo y a la sierra de Gudar.

¡Que de gurrumías, cuantas penalidades! ¡Qué temple el de aquella gente! A mí me consuela saber que Segovia mi provincia siempre tuvo alma aventurera y soñadora ancha es Castilla, que se ganaba el pan con el sudor el polvo y los peligros de los caminos, nunca con la usura.

Los trajinantes de Cantalejo parlaban la gacería, una jerga autóctona que desgraciadamente no ha sido estudiada, ni tratada con el rigor conveniente por los lexicólogos. Está por escribirse la gran novela de los tratantes de Cantalejo, un pueblo de emprendedores empresarios y mercaderes que se dedicaban al trato cabal y valiente. No firmaban papeles. Bastaba con la palabra y estrechar la mano del comprador.  

Jamás engañaban al cliente. Consumado el canje, se iban a la taberna y con mucha ceremonia bebían a la salud de todos. Era la robla o el alboroque, una tradición que arranca de los romanos que se servían de estos arriesgados intermediaros para colonizar y humanizar.

Teruel, hijo Teruel.

Me acuerdo de mi pobre padre, del alférez Recellado y de mi suegro que me hablaba de los rigores de la batalla de Alfambra donde sufrió de pulmonías, y de Rufino Vírseda que también pasó lo suyo en aquella terrible contienda fratricida.

Escapó milagrosamente de la Batalla de la Sed, lo apiolaron en Villanueva del Pardillo. Dijeron que lo habían fusilado y luego apareció en Cantalejo a finales de la guerra, tan campante después de haberle dicho las misas correspondientes.

Pero Rufino era mucho Rufino para que tan pronto lo cantaran el gorigori. Una vida heroica de novela. Así son los héroes anónimos de nuestra tierra. Pues hasta aquí llegaron los cantalejanos y sus cuadrillas hasta estas escarpadas sierras del Maestrazgo por donde anduvo pegando tiros Zumalacarregui con sus carlistas.

Ay España ¡qué hermosa eres y cuan poco sabes del valor de tus hijos!    

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